En Celo - Crítica por La lectora provisoria

(En La Lectora Provisoria)

Sobre En celo, antología de cuentos argentinos
por Quintín

En julio de 2005 la editorial Norma publicó La joven guardia, una antología de veinte cuentos compilada por Maximiliano Tomas. La iniciativa habrá sido seguramente un éxito, porque dos años más tarde aparecen simultáneamente otras tres antologías de escritores jóvenes. Hay una de crónicas, compilada también por Tomas para Planeta, una sobre barrios preparada por Juan Terranova (uno de los escritores de La joven guardia) para Entropía y otra para el sello Reservoir Books de Sudamericana, bajo la responsabilidad de Diego Grillo Trubba, otro de los muchachos de Tomas. Esta última se llama En celo y contiene diecinueve relatos cuyo tema común es el sexo, lo que se anticipa en la tapa, que incluye una ilustración con dos cerdos apareándose y la leyenda: “los mejores narradores de la nueva generación escriben sobre sexo.”

En la antología de Tomas (de la que publiqué una larga reseña en Los Trabajos Prácticos), el criterio de inclusión era que los escritores fueran menores de treinta y cinco y que hubieran publicado previamente un libro. Aquí los parámetros son más vagos y el prólogo de Trubba da por sentado que la nueva generación es un hecho definitivo (“estas son las nuevas voces autorales de nuestro país. Una nueva generación de escritores argentinos. La generación post”) y que la base es la joven guardia. De los diecinueve escritores elegidos, diez habían participado en el libro anterior (once contando al propio Tomas).
Una seguridad tan rotunda fue cuestionada en la propia presentación del libro por Esteban Schmidt, que ese día leyó un texto en el que impugnaba la conveniencia del enfoque generacional y hasta el sentido de este agrupamiento concreto (“por lo tanto el activismo de los escritores jóvenes nos irrita porque estarían planeando nada más que la promoción de sus vidas”). Como nunca fui a una presentación literaria, no sé si es de estilo que estas cosas ocurran, pero las palabras de Schmidt provocaron una respuesta en tres partes de Grillo Trubba en su blog. Si el texto de Schmidt es provocador, incisivo y por momentos brillante, el de Trubba es irritado y farragoso. La discusión parte de premisas antagónicas. Trubba apuesta en el prólogo a una visión reconciliada de la literatura:
Si existen rencillas parecieran deberse más a los tamaños de ciertos egos que a diferencias ideológicas, éticas y/o estéticas.
Y frente a esta proclamación de homogeneidad, Schmidt reclama:
… es obediencia ciega a las reglas de funcionamiento general. La rebeldía, esa marca de la juventud, tendrá que esperar tal vez a otra generación. Gente que se enoje más y que se someta menos. Y que sonría menos.
De todos modos, Schmidt no habla de los cuentos. Los despacha, en cambio, con una frase de circunstancias no exenta de ironía:
Son buenísimos y los que no son buenísimos tienen muchísima onda.
Después de todo, era la presentación de un libro y una cosa es criticar al antólogo y otra a los antologados.
Pero, en el fondo, más allá de los nada novedosos intentos de construir una capilla o un grupo de choque literario y de las estrategias comunicacionales empleadas, tal vez sea interesante decir algo de los cuentos y sus autores. Es lo que me propongo a continuación.
Hay un problema con En celo y es que parte de un tema, lo que recuerda un poco a las composiciones escolares. Los relatos tienden a parecerse al ejercicio de un alumno aplicado que informa de un encuentro sexual con alguna dosis de ingenio, de estilo o de sorpresa, con un lenguaje apenas funcional a la tarea y con un mínimo de compromiso con la escritura. Algunos cuentos parecen trámites, hojas de una carpeta apiladas durante un proceso de aprendizaje. Y esa es la sensación más fuerte que deja En celo: la de su futilidad como obra colectiva. No hay en el libro una masa crítica de capítulos superlativos que además de justificarse de por sí, ilumine también los riesgos o los méritos de los menos notables. Justamente, es la idea generacional la que queda impugnada por el propio libro (algo que, con sus altibajos, no ocurría con La joven guardia que, al menos, ponía de manifiesto una saludable diversidad), ya que la propia acumulación y cierta monotonía resultante no hace nada por potenciar al conjunto.
Eso no implica que no haya cuentos muy buenos o interesantes ni escritores que no revelen que merecen ser seguidos en el futuro. De todos modos, la liviandad casi general hace más fácil reconocer la escritura de los veteranos (los que uno ya conoce) que descubrir las virtudes de los más nuevos.
Desde la publicación de la antología anterior, Washington Cucurto alcanzó una gran visibilidad, mayor a la que ya tenía entonces. Su texto para En celo tiene una primera virtud: es una parte naturalmente constitutiva del resto de su obra y nada hay en el relato que haga pensar en una composición especial para este libro. Por el contrario, En celo podría ser el título de casi cualquier libro de Cucurto. En el cuento, Paraguayito de mi corazón, el narrador es un habitué de las bailantas paraguayas, aunque toma sobre ese mundo una distancia rotunda. Cucurto construye una narración perversa. Por un lado, el estilo simula asociarse al ritmo de la bailanta, a la sensualidad de las mujeres, a la frescura y el desenfreno de esas noches de música, alcohol y sexo. Pero el cuento termina con una aventura homosexual que revela en el protagonista un deseo de sentido opuesto. Al mismo tiempo, en la celebración de ese universo marginal se cuelan fragmentos que lo sabotean, que lo desprecian, que lo minan desde adentro. “Estas cumbias de mierda”, “guachos que no saben ni limpiarse el culo ni hacer la ‘o’ con el culo de una botella”, “el revoltijo de shiomes gronchos que llevan la horripilantez a un punto límite”, “la raza inferior en toda su plenitud”.
Finalmente, es como si la conciencia del narrador terminara escindida entre los más rancios prejuicios de clase media heterosexual y un delirante discurso homosexual y antiimperialista:
Los yanquis conmigo y con la cumbia no podrán (…) Lo beso ahí mismo, en el baño popular y peronísimo de la bailanta, lo único peronacho que queda en este conchudo país de oligarcas y gorilas cagones.
Esta calculada, metódica escisión del narrador corre pareja con la del propio texto, que disimula en su vitalismo y su lenguaje neolunfardo las huellas de un procedimiento teórico. Es difícil saber si Cucurto es un Lamborghini light, un artista abstracto o un espontáneo inspirado. Una vez leída una pequeña parte de su obra, el resto resulta parecido y siempre me pregunto si Cucurto va a seguir escribiendo más o menos lo mismo una y otra vez. Pero también es verdad que es el creador de un curioso objeto literario al que no hay que dar tan fácilmente por agotado.
Si Cucurto no puede ser acusado de haber hecho un ejercicio de redacción a partir de una consigna temática, lo mismo puede decirse de Marina Mariasch, cuyo capítulo Los días negros es el más desconcertante de la antología. Empieza reproduciendo los movimientos nocturnos en un departamento y las ensoñaciones de un padre de familia. Es una prosa ronroneante, cuidadosa que de pronto, sin aviso, desemboca en un chiste de oficina surrealista y guarango, pero contado con idéntica parsimonia, con la misma obsesión por los detalles como si fuera un episodio de la vida cotidiana del protagonista. Sin dejar de cumplirla, Mariasch parece haberse tomado en broma la consigna del libro y hace participar a los lectores de su maniobra de desvío. Acaso haya sido la respuesta más sensata, como lo prueba la lectura de uno de los pasajes más temibles del prólogo:
La metodología para concretar En celo fue sencilla. Se convocó a los autores para que elaborasen un cuento en el que se tocara el tema central del libro. Cada uno recibió un listado con distintas opciones: sadomasoquismo, onanismo, sexo oral, transexualismo, punto G, voyeurismo, sexo tántrico, swingers, ménage à trois, zoofilia, etc.
Lo de la lista es difícilmente creíble, pero parece explicar algunas cosas. Uno se imagina a los autores llamando a la editorial y obteniendo respuestas tales como “El ménage à trois ya está ocupado, lo siento. Le queda libre el sexo tántrico.” Pero frente a una idea tan absurda, un escritor también puede reflexionar sobre la mejor manera de distorsionar la convocatoria, de desvirtuarla, de hacerla estallar sin resignarse a ocupar un casillero que funciona como subgénero del catálogo de la pornografía. En los cuentos de la antología aparece siempre esa tensión entre la obediencia y la tentación de rebeldía frente a la imposición escolar-editorial.
El resultado global de la lectura termina siendo una recorrida por esa lista de variantes más o menos heterodoxas de la conducta sexual y por las actitudes de los escritores frente al desafío de trascenderlas de algún modo. Es interesante, por ejemplo, advertir el contraste entre dos de los autores cuyas contribuciones a La joven guardia fueron de las más lucidas: Mariana Enríquez y Oliverio Coelho, cuyas narraciones se emparentan esta vez por el tema y un común ambiente de sordidez y desesperación. El cuento de Enríquez, Entre hombres, tiene como protagonista a una mujer que se excita sólo con el sexo entre varones (“un puto atrapado en un cuerpo de mujer”, según la inspirada fórmula que se menciona en el relato). La historia es sencilla: la mujer se enamora de un tal Marco y este no la corresponde. En el camino Enríquez aprovecha para describir cierto submundo homosexual incluyendo una recorrida por las estrellas del porno gay. El cuento exhibe un presente cortazariano, una prosa elegante y un gran oído para los matices sensoriales. Entre hombres empieza así:
El tabaco quemado de las colillas sobre el papel de armar, después un cilindro deforme y el humo con gusto a rechazo, áspero y antiguo.
El cuento es bueno pero parece como si Enríquez intentara extremar su indudable profesionalismo, hacer gala de un oficio consumado de escritora. Hay algo demasiado trabajado, demasiado previsible. Aunque el masoquismo será el tema de Terranova, la relación de Enríquez con la escritura tiene algo de eso: ¿qué necesidad hay de dar cuenta de los apellidos de la pornografía homosexual, de hacer todos los deberes que simula reclamar el realismo de su estilo? Esos párrafos hacen pensar también en una nota periodística aprovechada para la ficción (como hace, sin una gran fortuna por otra parte, Di Benedetto en Los suicidas). Pero lo menos convincente del relato es esa solidez un poco estereotipada y la idea hemingwayana de la escritura como un trabajo duro de jornalero orgulloso. Es cierto, el mundo que Enríquez describe, con su protagonista pagando en dinero y cocaína a las parejas de hombres para mirarlas en su cama, es igualmente duro, igualmente obsesivo y casi desprovisto de todo sentimiento. Pero me temo que ese tono es parte de la desolada elegancia que persigue Enríquez, una virtud un poco forzada y acaso innecesaria. Aspera y antigua, para usar sus propias palabras.
Coelho, por su parte, narra en Ojo de pez la historia de Virginia, una mujer que tiene por amante pago al Oso, un travesti con el que tiene encuentros periódicos de tremenda intensidad. Allí, ambos alcanzan trabajados éxtasis de drogas y de sexo y no faltan los gadgets de la tecnología erótica. En la noche que el relato describe, el Oso termina haciendo aparecer un dispositivo para producir caricias sofisticadas. Son unas manos, supuestamente las que le cortaron al cadáver de Perón. Hay algo magistral en el crescendo del relato, en ese encuentro al borde del abismo, en la manera de llevar el erotismo hasta sus máximas posibilidades de singularidad y de alienación, pero sin borrar una extraña e impensable ternura que surge en medio del sufrimiento de los personajes. Es una manera extraordinaria de desmontar la trampa que le tiende la antología: demostrar mediante la escritura que el secreto del sexo reside en la intimidad y no en un muestrario de combinaciones. Siempre pienso, por otra parte, que Coelho le debe algo a Onetti, esa sordidez sin concesiones y sin exhibicionismo.
Otro escritor conocido, que ha publicado más de un libro, es Pedro Mairal. No consigo leer algo de Mairal que sea malo: siempre me termina sorprendiendo con un clasicismo acaso único en su generación. En Coger en castellano, como siempre, Mairal cuenta algo interesante y lo hace más interesante al contarlo sin que se le note el esfuerzo y sin buscar efectos suplementarios. La nostálgica comparación del narrador entre el fervor de uno de sus primeros amores y los desganados coitos con su actual esposa americana termina siendo una original presentación del desarraigo.
Hace un tiempo, argumenté contra la costumbre de muchos escritores argentinos de usar “cojer” en lugar de “coger” para designar el acto sexual. Mairal introduce —exactamente en el centro de gravedad del relato— una variante en la discusión: aunque “coger” figura en el título y es su primera elección, en un momento dice:
Chiara se arqueaba toda sofocada, sofocada, medio fucsia las mejillas con el pelo pegado, cogeme Tavo, cogeme, porque cogíamos en castellano, cojíamos así, con jota, con saliva argentina de pronunciar puteadas y ruegos.
No me había gustado nada el cuento de Juan Terranova (otro que tiene ya tres novelas editadas) en La joven guardia, lo que nos llevó a un intercambio de agresiones. Después lo conocí en Perfil y me cayó bien. Terranova escribe con autoridad, con soltura, hasta con gracia, lo que se puede comprobar en Me das miedo, Lucía, el cuento de En celo en el que se describe la relación con una chica a la que le gusta agregarle dolor al placer. Hay una memorable escena en la que ata a su pareja a una antena y lo deja en la terraza bajo la lluvia, expuesto a la pulmonía y la electrocución. Pero el cuento tiene un problema que deriva de la molesta tentación de Terranova de hacer sociología de bolsillo y ponerse a discursear sobre el sadismo y el masoquismo con poca pertinencia:
Pero sobre todo el masoquismo es la gente que va a los talk-shows, los que se anotan para los realitys, las mujeres panelistas en los programas de la tarde, el público de los concursos, los artistas maltratados en programas de chimentos, las modelos anoréxicas, los famosos de cabotaje que se indignan porque muestran fotos suyas drogados, ebrios o desnudos. ¿Quieren masoquismo de verdad? La TV es una reunión permanente de masoquistas anónimos.
Nada tiene que ver el masoquismo con todo eso y todo eso le resta interés al cuento: cuanto más se aleja Terranova de la historia concreta de Lucía, más se empantana en la generalización. Terranova es uno de los pocos escritores que, más que un maestro, necesita un director técnico.
Otro relato con aristas sociológicas (y psicológicas) es Y el domingo descansó, de Pablo Alí, sobre un tipo que se dedica a molestar a las parejas que encuentra en la calle y busca provocar su ruptura. Pero la causa (o la consecuencia) como se insinúa más adelante, es que el protagonista tiene un problema de impotencia. Alí no se luce ni en la persecución ni en el lamento, cada frase es un cliché y el cuento es una mera sucesión de situaciones desagradables.
En las antípodas, no por su interés sino porque se trata de relatos de winners, están los de Gabriel Vommaro y Alejandro Parisi, ejemplos claros de escritura rutinaria. El de Vommaro, Ahora contame un poco de vos, es francamente inexplicable: habla de las conquistas de un tipo que intenta acostarse con una mujer nacida en cada uno de los países del planeta. La prosa de Vommaro es elegante y el autor está fascinado por los viajes, como lo prueban los cuentos reunidos en Nuestra distancia. Pero esta vez todo es forzado, hasta la desconectada ironía que insinúa el título. De todos modos, Vommaro es un escritor geógrafo y esa obsesión es mucho más prometedora que la mera lista de territorios que hilvanó para esta ocasión.
Parisi, en El gran salto, habla de otro ganador: un publicitario que aumenta radicalmente sus ingresos a partir del intercambio de parejas que le propone un operador político. De ese modo, se lamenta el autor al final, el “homo-eticus” se transforma en el “homo-eroticus”, una fórmula bastante pomposa. Pero como ocurre en su novela Delivery, es la escritura de Parisi la que plantea un problema ético: el de jugar a dos puntas. Por un lado, se le propone al lector disfrutar de lo inmoral o lo prohibido (el erotismo es aquí la puerta de entrada a la corrupción); por el otro se ensaya un discurso moralizante contra todo lo narrado. Es mala literatura la que proviene de esa estrategia.
Dos cuentos se ocupan de la zoofilia, una en clave hardcore, la otra más bien platónica. En La chica del Setter, Gisela Antonuccio intenta hacer verosímil un ménage à trois con perro. No lo logra y es sarcástica cuando intenta ser humorística, como si mirara con desdén a su tímido protagonista y a su perversa compañera, que podían haber sido buenos personajes. Hasta el perro tenía chances de entrada.

Mariela Ghenadenik es más pudorosa en Peis y, aunque la narración es más endeble que la de Antonuccio, sus animales y sus personas salen mejor parados. Como el de Mairal, es otro cuento en el que juega un papel la nostalgia, el recuerdo del amor. 

El de Maxi Tomas, Máquinas de enamorarse, también participa de esa vena (la nostalgia, no la zoofilia). Me daba miedo el cuento de Tomas, ya que lo trato semanalmente en Perfil pero no había leído nada suyo en materia de ficción. Fue un alivio saber que zafa. No hay en la antología muchos cuentos en los que —para decirlo con una cursilería— importe más el amor que el sexo, aunque el punto de partida del relato sea una chica con una firme vocación por la fellatio. El hallazgo del cuento es la explicación que da una mujer de la conducta de otra y Tomas se las arregla para crearle un adecuado clima de misterio y de tristeza alrededor. Otro mérito es que evita ese tono canchero, esa imitación de la voz estereotipada del joven que tiene un gran futuro, un registro que aparece en otros cuentos de la antología, un poco en consonancia ideológica con el prólogo.
Dos cuentos se ocupan de sendas extensiones de la fisiología amorosa convencional. Una es el del punto G y otro el del sexo tántrico. El primer cuento es Ahí, a la vuelta de Joaquín Linne, que tiene un buen título y bastante chispa. Pero es otro de los relatos en clave satisfecha y un poco demasiado adolescente, con un chico al que la novia de un amigo le enseña cómo hacer disfrutar a la suya. Hay algo de historieta en el relato, de simplificación y, al igual que en Vommaro y Parisi, demasiado de vestuario masculino.
En El Gran Omm, Josefina Licitra es mucho más simpática que Linne. En lugar de mitificar ingenuamente la técnica erótica como Vommaro, le confiere un valor relativo. El cuento es sencillo pero, para variar, adulto. Describe las desventuras de una esposa que quiere renovar la pasión doméstica y se pertrecha con consejos de revistas e inciensos orientales. El resultado es gracioso, uno de los dos cuentos con sentido del humor de la antología.
El otro es Platero y yo, de Natalia Moret, sobre las desventuras de una gordita que se excita con las sesiones amatorias que la hermana y el novio (al que le dicen Platero por lo burro) practican en la cama de abajo. Es un relato costumbrista llevado al absurdo, que comienza con una cita de Confucio y termina con una espantosa pero no menos cómica frustración de la protagonista.
Mucho más solemne, en cambio, es Florencia Abbate en Atardece, la historia de un romance clandestino entre una mujer casada y su vecino de enfrente. Abbate utiliza un formato narrativo poco convencional: los diálogos vienen precedidos por “fernando dice” o “luz dice” (así, con minúsculas), lo que no evita que el cuento sea muy convencional. Tal vez sea el problema de quedar hacia el final del libro, donde el lector ya pasó por quince historias de parejas, tríos o cuartetos y le cuesta encontrarle gracia a un simple caso de adulterio que un día se termina sin pena ni gloria. Lo que en la vida es singular e inolvidable, en la literatura puede ser insulso y adocenado.
Algo parecido le pasa a Patricia Suárez, cuyo Es una fuerte lluvia la que va a caer cierra el libro. El título es malo aunque sea la (mala por literal) traducción de una canción de Dylan. Y el cuento, cuya protagonista se va inclinando de a poco hacia una mujer, es también más de lo mismo a esa altura: un encuentro sexual entre veinte. ¿Cuánto sexo podemos tener en un par de horas? Otra vez, el tema unificado conspira contra el libro. En este contexto, sin bucear en el lenguaje, sin innovar en la escritura, sin intentar más que otro relato intimista con alguna variación sobre la media erótica (hay muy poco, casi nada, de experimental en este libro), es muy difícil que un cuento adquiera peso propio.
En Barrefondo, Félix Bruzzone intenta huir de la conversación naturalista y de clase media para internarse en las oscuras pulsiones y el lunfardo delirante de Tavo y Yuyo, dos limpiadores de piletas de natación que se sospechan seducidos por una rubia burguesa.
Tavo sabe que la rubia quiere. Lo que pasa es que la mujer y ese hijo bobo que tiene, el de la silla de ruedas, no paran de amasarle el ombligo; y el suegro: ese le llena el mate con pitos y conejitos de Pascua.
Hay cosas raras en el cuento, atractivas, como el nombre del contratista al que los pileteros llaman Rey de Reyes y también hasta puede que haya un asesinato que a los protagonistas les pasa inadvertido por la calentura con la rubia. Al final el Tavo descarga su bronca pegándole a unos perros que van detrás de una perra en celo. Es una simetría fácil, espesa y poco afortunada. Pero el cuento de Bruzzone es lo suficientemente brutal como para no pasar inadvertido.
En cambio, lo del cordobés Hernán Arias (con Suárez, los únicos provincianos) es un problema. Los empleados es otra de las piezas sutiles de Arias, que parecen fragmentos de algo más complejo, de un mundo del que la escritura sólo deja ver tenues señales. En Los empleados hay una pareja, hasta es posible que haya sexo, pero esa prosa que habla de lo ralo y misterioso parece incompatible con un libro que tiene dos chanchos cogiendo en la portada.
Y eso fue todo. Esta vez la reseña resultó más corta que el libro.