La primera vez que escuché una historia en formato de audio fue por una mezcla de curiosidad y necesidad. La maternidad me había dejado con una sola mano libre; el trabajo remoto había eliminado los tiempos muertos de traslado. Y el uso constante del celular había terminado de empujar al vacío mi capacidad de sostener la concentración por más de diez minutos. Si a esto le sumamos la hiperproductividad tóxica que nos impide ser monógamos a una sola tarea, la idea de leer —y solo leer— se había convertido en un lujo imposible en mi vida.